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El secreto del ramen perfecto

Por Margot Castañeda - August 2021
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Ramen: la menos delicada y la más aguda de las sopas. Grasosa, salada, cremosita, profunda, explosiva, llena de umami y de calorías, el ramen es una sopa curativa, pero hardcore. Es ideal para esos deliciosos momentos en los que nada nos importa y simplemente nos damos el gusto. 
Comerlo es fácil: tomar los fideos con los palillos, acercarlos con la cuchara y aspirarlos; luego sorber el caldo hirviente, morderle al puerco, romper el huevito y dejar que la yema suavice todo. Detenerse unos segundos para apreciar las capas de sabor y texturas que forman ese gestalt precioso (como dicen en Tampopo). Hay sabor a océano, a pollo, a puerco, a vegetales, a tierra, a umami, quizá a algo fermentado y vivo. Sorber, aspirar, beber, masticar, todo rapidito antes de que se enfríe. Por último, tomar el tazón con ambas manos y no soltarlo hasta que la última gotita haya entrado al cuerpo. En pocos minutos la panza, la boca, la garganta y hasta el alma —si es que existe— quedan calientes y satisfechas. Los labios pegajosos por la grasa y el colágeno del caldo cárnico, la barbilla mojada por las gotas derramadas, la panza inflada y la mente relajada. Igual y hasta cabe un eructito aquí.
Si se come, el ramen es cómodo, fácil, accesible y apapachador; pero si se cocina, el ramen es caótico, complejo, inasible y enajenante.

Cocinarlo es más difícil de lo que parece: hay que lograr un caldo transparente y puro, unos fideos suaves pero con gran cuerpo, un tare poderoso y sápido. Aguanten, falta comprender primero la estructura básica del ramen: el tare, el caldo, los fideos y los toppings. El tare (o kaeshi) es una reducción salada que se sirve antes del caldo y que determina el sabor del ramen: de soya (shôyu), de sal (shio), de miso (miso) o de puerco (tonkotsu). El caldo es, por lo general, una mezcla de huesos de cerdo, pollo, pescado y vegetales, aunque cada quien tiene su propia receta. En los fideos hay que cuidar el tipo de agua (su mineralidad), las harinas, el amasado, el tiempo de reposo y la cocción al momento. Y con los toppings hay que fijarse en que el cerdo esté en lonchas finas (unos 3 mm), el huevo tierno, los brotes de bambú crujientes y, sobre todo, que cada elemento sume a la umamidad del ramen.
La umamidad, o sea: la cualidad de umami, el sabor que está en las comidas más sabrosas del mundo, ha sido explorado y entendido en la cocina japonesa desde hace más de un siglo, pero las personas occidentales apenas podemos describirlo. El umami es esa intensidad profunda que invade desde la garganta y crea una sensación de cubrir la boca, de plenitud, de satisfacción, de saciedad. Es esa deliciosidad que quién sabe de dónde viene. El umami es casi un sabor emocional y es la mera esencia del ramen.
El reto es encontrar umami en todas sus capas. El problema es que es un sabor sutil y resbaladizo. Lo fácil es usar glutamato monosódico en polvo, pero lo divertido está en buscar ingredientes que aporten ese sabor de manera natural. Está en los hongos, en los tomates, en la carne y en las algas, por ejemplo. Ivan Orkin, pionero de las ramen shops en Estados Unidos, se hizo famoso en Tokio y en Nueva York por lograr una copulación de sus raíces judías neoyorquinas con la receta tradicional japonesa. Invirtió 20 años en Japón para lograr ese ramen que es suyo. Tiene jitomate rostizado y todo Internet cuenta que es delicioso.
Hacer un buen ramen como el de Orkin, con dimensión de sabor y una historia personal, requiere maestría y, por eso, necesita la entera dedicación de quien cocina. 
Kazuo Yamagishi, quien inventó el ramen en los 50, le dedicó más de la mitad de su vida. Entrenó a cientos de cocineros (sí, la gran mayoría fueron hombres), quienes heredaron sus técnicas, pero construyeron sus propias recetas. Así inició la vocación del ramen. 
Tampopo (1985) lo explica así: para conseguir el más esplendoroso plato de ramen, quien cocina debe, primero, dominarse y llenarse de vida y de agallas. No es por algún tipo de pensamiento mágico, sino para tener la fuerza emocional para nunca conformarse y enfocarse a una sola misión: perfeccionar su oficio y su platillo. Dedicarse, pues, como Picasso a su genialidad cubista o Mozart a su requiem.
Lo hermoso es que el ramen no es categórico, así que hay mucho espacio para la creatividad. Contrario a la naturaleza de la cocina japonesa, el ramen es libre y se estira hasta donde el ingenio humano alcance.
En México, donde todavía caben más opciones, tenemos el de curry y berenjena tatemada de Koku, el picante con kimchi y queso americano de Send Ramen, el birriamen de Caldos Ánimo y hasta el mexican ramen de camarón de Gori Gori. Habrá quien dude de que estos dos últimos sean ramen y no caldos mexicanos con fideos, pero ante eso digo que quizá el ramen es como el taco: ya no es un platillo, es una forma de comer. 

Además, el ramen no es japonés de sangre limpia, así que no podemos exigirle que se estacione en un solo país. Los fideos (la mein) son chinos. Japón construyó su propia narrativa con ellos, así que quienquiera puede hacer lo mismo con el ramen, pues su canon —como todos los cánones— es vulnerable al cambio.
El título de este texto promete un secreto y aquí va: para conseguir el ramen perfecto es necesario comprender su estructura y dominar las técnicas, pero es imperativo volcar atención e intención en el proceso y sobre todo, narrarse en él, pues el ramen es personal.
Pónganse chingonas y chingones, compren un montón de huesos de puerco (patitas, sobre todo), pollo, vegetales, dashi, mirin, sake, miso, jengibre, ajo, nori y lo que se les antoje del súper japonés y del mercado mexicano. Exploren sin miedo. Si les sirve de inspiración, esta es mi receta (que está lejísimos de ser la perfecta):Para cocinarlo hay que planear y bloquear al menos un día completo de su agenda, así que por ahora, por lo que más quieran, provoquen un momento para dejarlo todo y vayan por un ramen ya.