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Recetario para la memoria

Por Shadia Asencio - December 2020
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Un libro de cocina debería tener salpicaduras de fritanga, cucharazos de caldo de tomate, tiznes de harina. El que edita Zahara Gómez Lucini no invita a hacerlo. Al revés, dan ganas de poner el ejemplar en una vitrina, en un relicario.

Antes de hojear ‘Recetario para la memoria’ no sabía que las recetas, así como las mantas y los pliegos petitorios, tienen la capacidad de llevar a cuestas una protesta. Apenas llegué a la primera receta comprendí de qué iba todo: “El bistec ranchero para Ernesto, 5 de enero de 2011”. La receta era sencilla, no tenía cantidades. En cambio, había un sinfín de silencios suspendidos entre los pasos de la preparación. Este es un libro de cocina tanto como lo es una caja negra con recuerdos acomodados minuciosamente. ¿Y qué conexión con el pasado más directa que la comida favorita de quien ya no está? Lo que está es la mesa puesta y están los platillos que ya no se comerán los desparecidos de El Fuerte, al norte de Sinaloa. Sus coautoras, las Rastreadoras del Fuerte, son las madres, las esposas, las abuelas, las hermanas que los recuerdan en cada receta y que con palas aún continúan buscándolos.


En el libro hay poco más de 25 platillos. Hay fotos –magníficas– de los guisos con claroscuros y luces que enmarcan el humo en los platos. Hay preparaciones que se antojan. En realidad lo que conmueve hasta los huesos es lo que falta. No hay nostalgia más grande que las de unas gorditas sin frijoles, unos tacos sin salsa, un platillo caliente que aguarda ser comido por alguien que ya no está.

Para la autora, en los gestos cotidianos se puede ser subversivo. “Desde tu fogón puedes rendir un homenaje”, cuenta Zahara. “Puedes crear una red que apoye. El espacio es la comida, el espacio en que la compartes permite hablarlo en familia. ¿Por qué hay desaparecidos? ¿Por qué pasa esto? Hacer memoria y de ahí accionar, hacer que cale y se muevan las cosas”.

Hay algo muy íntimo en el ‘Recetario para la Memoria’. Las coautoras comparten con ingredientes una pequeña biografía sápida de su familiar desaparecido. El plato queda como rictus, como símbolo de aquellos –sus tesoros, como las Rastreadoras del Fuerte llaman a quien esperan descubrir en fosas clandestinas– que algún día estuvieron vivos y que anhelaron, como todos, un sabor hecho en casa.

No hace falta gritar para que el dolor y el reclamo tengan voz en los asados que se tateman en el comal, en el borboteo de un guiso de larga cocción, en el crujir del aceite en un sartén. Pero el recuerdo aquí también es lucha. El derrotismo es muerte. “Ellas son mucho más que víctimas, son combatientes tremendas”, apunta Zahara.

Por eso este libro es más de vida que muerte. Es homenaje, es un altar con aromas y moronas que quedan sobre el mantel. Es memoria que invita a la acción a través de un sofrito, de una fritura profunda. Hay que comprarlo porque, además de ser una obra fabulosa, el cincuenta porciento de las ganancias se va para las mujeres de los familiares desaparecidos. Hay que cocinar con él; ensuciarlo a cucharazos y descuidos de caldo de tomate: cocinar algo de sus recetas será como reunir a los desaparecidos en la cotidianidad, conectarlos a la energía esperanzadora de una mesa puesta.