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Lo que nos gusta comer a los mexicanos

Por Shadia Asencio - August 2020
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Diría que la boca es la parte más caprichosa del cuerpo. Ella, construcción de la memoria, habla de lo que le ha tocado probar, de eso que le ha cincelado un momento. Y a razón de la polémica columna escrita por Enrique Olvera, el tema de cómo comemos los mexicanos se pone de nuevo sobre la mesa.

El mexicano, delimitado con las bendiciones de su biodiversidad y su cultura, tiene un gusto como el de nadie. El verde, el blanco y el rojo se clavan en nuestras papilas gustativas como bandera de conquistador. Sin hacer uso de nacionalismos, nuestro gusto, como el de cualquier otro ciudadano del mundo, es un entrenamiento adquirido. Los nacidos en una zona tropical como Bali no tendrán el mismo paladar que los nacidos en el frío Reikiavik. Tampoco será igual la gama sensorial de una persona que se ha alimentado siempre en su localidad a la de un viajero. Entran en el juego la física, la química, la tolerancia a lo nuevo y hasta la emoción que nos hace salivar lo mismo que llorar.

La gran escritora, diplomática y fundadora del Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana, Gloria López afirma que lo que nos gusta comer a los mexicanos tiene que ver con la naturaleza y con el espacio geográfico que ocupamos. “Nuestro territorio se sitúa en una zona tropical, otra semidesértica y altiplano. Esto define nuestros gustos. En las zonas tropicales existen sabores acentuados y picantes. Sólo basta ver el norte de África, Asia, o el sudeste asiático. En esas franjas tropicales se dan los ajíes y las pimientas: especias que acentúan el sabor de la gran mayoría de sus comidas”.

A mi juicio, los sabores también son construcciones culturales. Y es que a los sentidos los moldea la cultura. Lo que es “feo”, “bueno”, “tonto” para alguien, en otro lugar no lo es. Los mayas, por ejemplo, consideraban bello tener implantaciones dentales de piedras semipreciosas. En el tema culinario, pasa lo mismo. A muchos extranjeros les parece temible que tostemos chapulines y nos los comamos en bolsita, rociados en chile y salecita. Para mí, son palomitas para ver la tele. Y es que no lo niego: lo que nos gusta comer a los mexicanos es peculiar. Mejor dicho, original, divergente, único.

Sin duda lo que más define el gusto a los mexicanos es la comida especiada y picante. “Son sustanciales en nuestra forma de comer. Otro sabor son los agridulces”, asegura Gloria López. Añadiría a la suma lo ácido. Pero el tema de los sabores también es físico. Al ser humano químicamente le gusta el azúcar y los carbohidratos porque le dan fuerzas, porque su presencia inhibe las bacterias. Los sabores amargos, por su parte, generan mayor repele porque su composición nos recuerda a lo que está descompuesto. Si por alguna razón hiciéramos un #limónchallenge con un bebé de un año, las muecas de sus primeras gotas de cítrico terminarán en el TikTok de la humanidad. La explicación bioquímica se llama palatabilidad. El fenómeno tiene que ver con el cuerpo y con cómo los sentidos interpretan un alimento según sus recuerdos ancestrales de supervivencia. Si algo le gusta tendrá que ver con qué tanta satisfacción nutrimental le brinda al organismo.

Siendo honestos –y pensando en fermentados como el pulque o en sabores amargos y concentrados como el achiote– la palatabilidad no lo es todo. La forma en que los mexicanos nos apropiarnos de la biodiversidad y del entorno (a.k.a. la cultura) delineó lo que nos gusta. En el territorio había chiles y tomates. Había piedra, había fuego. Echamos todo al molcajete e hicimos salsas. A esta apropiación le añadimos creatividad, percepción y lo que íbamos aprendiendo en el camino: prueba y error. Hijos que interpretaron. Padres que enseñaron.

En México nos gusta el dulce. Nos gusta el dulce con picante. Nos gusta el dulce con picante, con ácido. Si no, recuerden cuántos años tenían cuando probaron su primera paleta de tamarindo picosa o un raspado de grosella con limón de carrito. Quizás no pasábamos de los ocho años cuando el recreo sabía a Cazuelitas de la cooperativa, a Cazares con Miguelito –esa mezcla de azúcar y chilito que nos hace pasita la panza pero que pone a bailar las papilas de solo pensarla–. Desde que somos pequeños entrenamos a nuestro paladar a recibir alimento con serpentinas y confeti. Convertimos nuestra boca en una fiesta.

La comida hervida nos parece tan triste como la muerte. Y aunque los sabores cambien con cada región –con cada hogar–, ninguna se salva de una fuerte corriente estimulante. Quizás, entre más al sur más complejidad (dulce, salado, amargo, agridulce). Pero en el norte los sabores son concentrados: lo muy picante y el humo son piezas que hacen interesante el ejercicio gustativo.

La crema y el queso nos sirven para amainar los calores del chile. La lechuga para darle frescura a eso que nos quema la boca. El limón nos “corta la grasa”, pero no como piensan aquellos que desearían convertir las garnachas en ensalada a golpe de gotas de jugo. El limón equilibra la pesadez de la grasa, baja ligeramente el picor. Y bueno, si lo piensan, ¿qué antojito se salva de la fritanga, de la especia, del candor? De ahí que el limón armonice en todo lo mexicano, sea o no bien visto.

Octavio Paz decía que, “Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa”. Y es que no hay mexicano que se salve de las máscaras. ¿Quién nos culpa de que el limón, el chile, o las capas de azúcar y canela lo cubran todo? Dejar de hacerlo, es probablemente dejar de ser mexicano.

Si te dieron ganas de poner a bailar al gusto, te comparto esta receta que me encanta: Paletas de tamarindo.